Serie
- Crisis en Colombia (3):
El Estado criminal que condenó a su propio pueblo
Alguna vez,
con triste ironía, el historiador inglés Eric Hobsbawm
escribió que la presencia de hombres armados forma parte
natural del paisaje colombiano, como las colinas y los ríos.
La violencia
y la corrupción del Estado ponen en evidencia una tragedia
profunda al interior de esta sociedad: el enfrentamiento del pueblo
con sus élites dominantes. O más bien la antigua historia
de los pobres matándose unos a otros, con el discurso del
patrón en los labios.
Por
Claudio Salinas y Hans Stange
Las recientes
elecciones municipales y el plebiscito realizados en Colombia significaron
una derrota para el gobierno del Presidente Álvaro Uribe
Vélez. Varias alcaldías quedaron en manos de la oposición
y la izquierda, al tiempo que fracasó el intento de reformar
la constitución para legitimar un proceso confrontacional
contra las guerrillas y el narcotráfico iniciado el año
2000 con el controvertido Plan Colombia (ver reportaje 1)
La violencia
recrudece en ese país. Antes de los comicios fueron asesinados
once candidatos a alcalde, y durante los días de elecciones
se cometieron más de una decena de atentados. Pero su efecto
no fue significativo. Se repiten en el poder los mismos apellidos,
manteniendo un estado de cosas que pone en evidencia la razón
profunda de la crisis colombiana: el dilema de un Gobierno instrumentalizado
por las élites dominantes del país, que usufructúan
de sus privilegios, colocando al Estado contra su propio pueblo.
"Si hay
algo que nadie ignora es que el país está en muy malas
manos", señala el filósofo colombiano William
Ospina. "No es un Estado que represente una voluntad nacional,
y que pueda apoyarse en ella para esas grandes decisiones sino que
representa sólo intereses mezquinos", agrega. La crisis
política como el conflicto entre las mayorías humildes
y auténticas, y el infame país de los privilegios.
Los males que
aquejan hoy a la sociedad colombiana son muchos, pero todos expresan
el síntoma de un Estado enfermo, que históricamente
ha favorecido a los grupos dominantes a costa de la pauperización
y el agobio del resto de la población.
La situación
es paradójica: un 62% de los colombianos vive en la pobreza,
en contraste con la opulencia de la pequeña élite,
que no sobrepasa el 5% de los habitantes de esa nación. Colombia
tiene el mayor índice de criminalidad del planeta, a pesar
de que sus gastos de seguridad y el costo de su aparato militar
son cuantiosos y aumentan día a día, más aún
con el programa militarizante de Uribe. Sus niveles de corrupción
e impunidad son enormes, pero su sociedad civil ha sido acallada
y desmovilizada.
Tras la muerte
del caudillo Eliécer Gaitán en 1948 y la instauración
de la Violencia, una cruenta guerra civil que duró más
de veinte años, se configuró una estructura de poder
fundada en el bipartidismo entre conservadores y liberales, ambos
en manos de la antigua casta aristócrata y terrateniente;
la proscripción de toda la oposición política
a este modelo y la alianza entre la oligarquía y las esferas
militares y extranjeras para conservar su poder y sus privilegios.
De esta forma,
los últimos cuarenta años de historia colombiana son
el relato de una clase política reproduciéndose a
sí misma, que obtiene divisas de un régimen que no
favorece a sus ciudadanos. Más aún: impide sistemáticamente
a las clases medias y bajas el surgimiento y el progreso económico
y social.
O como lo dice
Ospina: "La Violencia había sido una guerra, ¿quién
la ganó? Aparentemente nadie. Pero si juzgamos por la siguiente
fase del drama, el resultado es indudable: sobre 300 mil campesinos
muertos, el bipartidismo había triunfado".
Sin embargo,
habitualmente se ha culpado de los problemas de Colombia a dos fenómenos
sociales e históricos de larga data en ese país: la
guerrilla y el narcotráfico. Pero ninguno de ellos es la
causa profunda de este conflicto: son más bien el pretexto
que esgrime el poder para legitimar su dominación, su discurso
y el mantenimiento de un sistema represor que le permite llevar
las riendas de esa nación sin oposiciones ni contrapesos
políticos.
Lo cierto es
que las guerrillas son responsables de tan solo el 39% de los secuestros
de la última década, según la Comisión
colombiana de Juristas. Asimismo, el analista colombiano Gonzalo
Sánchez Gómez responsabiliza a los movimientos subversivos
de apenas el 7% de los asesinatos cometidos en los últimos
años, mientras que el informe Nunca Más del año
2000, elaborado por 17 ONGs que trabajan sobre derechos humanos,
concluyó que el 80% de los asesinatos entre 1996 y 1999 fueron
cometidos por agentes del Estado (policía, ejército
o paramilitares).
Ospina sostiene
que "es el régimen colombiano, con su ineficiencia y
su irrespeto por los reclamos de la ciudadanía, el que fuerza
a los campesinos a adherir a esos movimientos armados que no tienen
ningún futuro, pero que por lo menos tienen presente".
Una opinión
similar tiene Julia Arizmendi, periodista colombiana y directora
de la publicación on-line Viva la Cultura.com. "Muchos
grupos armados ilegales dan el sol naciente cuando el Estado es
incapaz de entregarle al pueblo un país sereno, donde los
derechos sean llevados a la práctica, donde haya alimento,
vestido y cubrimiento de necesidades básicas, y a pesar de
que muchos de ellos ya no pelean necesariamente por aquellos viejos
ideales utópicos que buscaban una Colombia mejor, hoy vemos
a la postre un enriquecimiento, una búsqueda de poder y grandeza,
que no le hacen bien a nadie".
El narcotráfico
es otra de las banderas de lucha del gobierno colombiano, pero su
combate no ha producido, a la postre, otra cosa que una tragedia
humana de dimensiones en los campos de Colombia. Entre 1985 y 2002,
más de 2 millones 700 mil campesinos fueron desplazados de
sus hogares y arrojados a la miseria, según datos de la Consultoría
para los Derechos Humanos y Desplazamiento (Codhes). En 2002, mil
600 personas abandonaron diariamente sus viviendas.
Esta pseudo
lucha contra la droga ignora deliberadamente las raíces socioeconómicas
del problema: lejos de constituir una elección de vida, los
cultivos ilícitos permiten simplemente a decenas de millones
de campesinos andinos sobrevivir.
Este hecho también
es señalado por Ospina: "El Frente Nacional cerró
además el acceso a la riqueza para las clases medias emprendedoras,
y éstas se vieron empujadas por ello hacía actividades
ilícitas como el contrabando o el narcotráfico, ya
que si una sociedad niega las posibilidades legales en el marco
de la democracia económica, quienes aspiran a la riqueza
sólo tienen el camino de la ilegalidad".
"Si el
Estado no le brinda garantías al ciudadano, ¿cómo
puede reprocharle que recurra a métodos irregulares para
garantizar la subsistencia?", interroga.
La crisis que
vive Colombia es una fractura profunda al interior de su sociedad,
que no tendrá solución hasta que se logren los contrapesos
que permitan al mundo civil evitar que los grupos oligárquicos
continúen instrumentalizando al Estado, asegurando que éste
atienda las necesidades de la nación y no las de una minoría
en el poder, posibilitando una oposición real desde la esfera
política y civil que deslegitime la lucha armada y acabe
con una violencia enquistada en la historia y el alma colombiana.
Sitios relacionados
Reportajes Anteriores: "El
Juego de las Guerrillas (o la Violencia Transable)", "Directo
al Abismo"
www.colombia_noviolencia.gob.co
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